Hoy es 1 de diciembre y cumple 86 años uno de los mejores cineastas de la segunda mitad del siglo XX: Woody Allen. Humorista, escritor, músico, guionista, actor, director – y hasta mago en los ratos libres – Allen es, seguramente, el judío más famoso de todos los tiempos. Aunque el menos practicante.
Decía que es uno de los grandes maestros del séptimo arte, pero con un ligero matiz que lo acota, principalmente, a su trabajo entre los años setenta y el cambio de milenio. Desde los 2000, sus películas han perdido algo de frescura, se han vuelto repetitivas y no han llegado a las cotas de calidad de cintas como Annie Hall, Manhattan o La rosa púrpura de El Cairo. Sin embargo, la irregularidad de los últimos veinte años no nos ha privado de nuevas joyas, tales como Match Point o Midnight in Paris.
Su última obra hasta la fecha, Rifkin’s Festival, situada en la maravillosa San Sebastián, es sin duda una de las peores de su actual etapa. Mucho más interesante es su penúltimo trabajo. Y no hablo de Día de lluvia en Nueva York (película que, por cierto, quiero reivindicar como una más que aceptable comedia romántica), sino de su libro autobiográfico, A propósito de nada. La genial narración de Allen, sostenida por su ocurrente prosa, nos acerca de forma definitiva al escuálido genio detrás de las cámaras, explicando de forma, generalmente cronológica, su vida desde la infancia hasta el momento de publicación del libro (2020).
Esta capacidad para contarse a sí mismo de forma irónica e interesante es una de las claves del éxito en su carrera cinematográfica. Y es que en las más de 50 películas que ha dirigido, Allen no ha dejado de contar su historia a través de ficciones más o menos realistas, ya fuera interpretándolas él mismo o a través de algún alter ego. Precisamente por eso, A propósito de nada podría ser perfectamente el guion de su nueva película, cuyo protagonista sería un tal Allan Stewart Konigsberg. Sin duda, una obra maestra en potencia.
Allen habla, por ejemplo, de su acérrima afición al deporte, sus temores sociales, sus inicios como cómico, el proceso de producción de muchas de sus películas y, por supuesto, del conflicto con Mia Farrow, del cual se han escrito auténticos mares de tinta desde los años noventa hasta hoy. Pero para mí uno de los aspectos más interesantes que destila la autobiografía, como la mayor parte de su cine, es la ambigüedad en algunos rasgos de su personalidad. Sus contradicciones. La tensión que existe, por ejemplo, entre su insistencia en negar su condición de intelectual y, en cambio, su vastos conocimientos en literatura, pintura, cine, política e, incluso, filosofía. Allen reza que lo confunden a menudo debido a sus gafas o a su capacidad de citar grandes autores sin tener en realidad ni idea de lo que está diciendo. Pero lo cierto es que su filmografía está salpicada de referencias culturales, de profundas discusiones filosóficas y de personajes más bien listillos. Y es esa tensión entre el intelectual y el que reniega de serlo lo que convierte a muchas de sus tramas y sus diálogos en algo tan apasionante. Porque realmente sus personajes (o muchos de ellos) son cultos y complejos, y las interacciones entre ellos destilan ingenio, inteligencia y mucho, mucho interés. De la misma forma, la ambigüedad entre su humildad y su pedantería, entre su gran gusto jazzístico y su supuesta escasa capacidad para interpretar dicho género, o entre sus preocupaciones tan típicas del estereotípico judío norteamericano y su nula identificación con la religión, hacen de la personalidad de Allen y de su cine algo tan apasionante.
Woody Allen ha tratado muchos temas a lo largo de su extensísima y multidisciplinar carrera, pero sin duda hay algunos que destacan por encima de otros y que aparecen de forma constante en la mayoría de sus obras. Estos temas no son otros que el amor, el sexo, la muerte, la absurdidad de la vida y, evidentemente, los psicólogos (a los que, por cierto, afirma haber acudido durante décadas con escaso resultado).
El mismo Allen admite no saber casi nada acerca de dónde colocar la cámara para sacar el mejor plano o cuál sería la mejor iluminación para cada escena. De hecho, cree que sabe más bien poco sobre el oficio de dirigir películas. Pero el mayor y definitivo secreto de su éxito, precisamente, no es nada de eso, sino el hecho de tratar los grandes temas de la humanidad. Los temas importantes. Esos que realmente interesan a todo el mundo. Y hacerlo, además, con ingenio, humor y, a veces, también estupendas dosis de drama.
MARTÍ ESTEBAN.-