
Esta situación es la que pretende denunciar Mía y el león blanco, de Gilles de Maistre, con una historia que va más allá de la típica película de una amistad entre un niño y una animal. Como fondo a la huída del combo protagonista está la soledad por elección, el trauma infantil, el fin de la inocencia de dos niños y la lucha entre el conformismo (el padre) y el empeño por cambiar las cosas (la protagonista).
Entre esos personajes oscilan otros de muy diferente pelo como el de la madre que no ve lo que está pasando porque su mente no lo acepta, el del capataz que asume las reglas fijadas y no se las plantea, el amigo que es la encarnación del mal… Y el hermano, uno de los papeles más complicados, un niño traumatizado que es incapaz de seguir adelante, pero que no pierde la esperanza en una intervención divina que les salvará a todos.
La evolución de los personajes durante los tres años que recoge el filme está perfectamente tratada y no se sienten los saltos como algo abrupto sino muy gradual. Por lo visto, la grabación se prolongó el mismo tiempo con lo que el desarrollo de los personajes, tanto físico como psicológico, se hace mucho más realista.
La película te toca la fibra sensible. Confieso que a mí se me cayó la lagrimita en algún momento. Es un producto recomendado para todos públicos, pero yo no llevaría a niños menores de siete años porque se les va a hacer larga y a lo mejor lo pasan mal con ciertas escenas.
La cinta tiene una gran calidad tanto en fotografía, como en narrativa, y no es de extrañar que haya cosechado tantos éxitos en toda Europa. En España se estrena el 12 de abril y es de esperar que llene las salas.
DÁCIL MUÑOZ.-