Seguramente por el título ya puedes intuir por dónde irá esta crítica. Quizá hasta eres capaz de imaginar cuál será su cierre. Precisamente, eso es lo que pasa con la trama en Licorice Pizza, lo nuevo de Paul Thomas Anderson. Una película previsible, -con un final prácticamente escrito en piedra-, pero no por ello menos interesante.
Chico conoce a chica, se enamora de ella e intenta conquistarla por todos los medios. Ese es el argumento de Licorice Pizza. Simple, directo y nada original. Pero esta sencillez no le juega para nada en contra. Unas pocas pero trabajadas pinceladas contextuales, como la diferencia de edad entre los protagonistas, la ambientación en la California de los años 70 o el clásico “cine dentro del cine” son suficientes para crear una película rebosante de personalidad. Una película única.
Todos los aspectos de Licorice Pizza son, como mínimo, notables. El diseño de producción, la fotografía o la banda sonora, por ejemplo, nos sumergen en un magnífico y muy creíble ambiente. La dirección y el guion de Thomas Anderson son, directamente, excelentes. Pero seguramente el reparto se lleva el mérito más grande en toda la producción. Alana Haim da vida a una veinteañera muy cañera pero sin
rumbo en la vida y Cooper Hoffman (hijo del difunto Philip Seymour Hoffman, actor fetiche de PTA), por el contrario, a un quinceañero con las ideas muy claras y un objetivo entre ceja y ceja: seducir a su amiga. Ambos debutan en la gran pantalla y lo hacen de una forma excelsa, aportando credibilidad, una gran química y muchas risas.
Un genial pistoletazo de salida a dos carreras que, sin duda, habrá que seguir. Pero Haim y Hoffman no son los únicos que destacan en el elenco. Aunque por si solos podrían sostener la película sin ningún problema, Paul Thomas Anderson los rodea además de otros “rookies” como las hermanas y los padres de Haim, y de actores de dilatadísima trayectoria como Sean Penn o Bradley Cooper. Dos auténticas bestias de la interpretación que en apenas diez minutos de tiempo en pantalla consiguen acaparar todos los focos y matar de risa a la audiencia. Especialmente lo de Cooper no tiene nombre. Una actuación de puro frenesí en la que el actor se encuentra completamente en su salsa.
El histriónico personaje – pareja de la mismísima Barbra Streisand – y las situaciones surrealistas que protagoniza recuerdan a los de Érase una vez en… Hollywood, por ejemplo con la hilarante pelea entre Bruce Lee y Cliff Booth. Y este no es el único punto en común entre ambas cintas. Aunque PTA sitúe su acción en la década siguiente a la tratada por Tarantino, la ambientación, la banda sonora, el guion y un sinfín de sensaciones más bien inefables de Licorice Pizza recuerdan sin duda a la última película del de Tennessee.
Si hay algo que se puede criticar a la maravillosa experiencia por la que nos guía Thomas Anderson es que tiene más de un callejón sin salida. Escenas, personajes y tramas que parece que van a alguna parte y acaban en nada, desconcertando un poco al espectador. Es muy probable que el director sea consciente de ello y que lo haga a propósito para sacarnos un poco de la previsibilidad de todo el filme, pero el resultado es más frustrante que otra cosa.
Sin embargo, Licorice Pizza es una auténtica gozada de principio a fin. Un recuerdo nostálgico a los años setenta, a la juventud, al cine y al amor, salpicado siempre por la inocencia y la falta de experiencia. Por los celos y las inseguridades. Por pura vitalidad y mucha, mucha pasión. Una divertidísima película que, con su predecible desarrollo, nos demuestra que lo importante no es la meta. Lo importante es el camino.
MARTÍ ESTEBAN.-