LADY MACBETH: EL CRIMEN Y CASTIGO DE SER MUJER

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En 1865, el autor ruso Nikolai Leskov publicó Lady Macbeth de Mtsensk, una novela corta en la que narraba la vida (y crímenes) de Katerina Lvovna una burguesa en la Rusia decimonónica. Sin embargo, a diferencia de la Lady Macbeth shakesperiana, los crímenes de Lvovna no son el fruto de la ambición, sino de una pasión amorosa extraconyugal llevada al extremo. Con estos mimbres, William Oldroyd y su guionista, Alice Birch, han trasladado la ficción a la Inglaterra victoriana, donde Katherine (Florence Pugh) acaba de desposarse con Alexander (Paul Hilton). Localización nada casual, puesto que la película se ha rodado en Northumberland, cuna del catolicismo en Inglaterra y escenario de numerosas revueltas y rebeliones contra el gobierno a lo largo de los años.

De esa tierra costumbrista, temerosa de dios, pero con ese núcleo indómito, no exento de traición, es hija esta Lady Macbeth, Katherine. Obligada a respetar las normas de una sociedad que la excluye y una familia que la detesta, a existir en la invisibilidad impuesta por el mero hecho de ser mujer, pareciera que el destino de la protagonista fuera el ver pasar día tras día, confinada en la sala de estar de la casa familiar. La desobediencia, indolora en sí misma, de ese enclaustramiento ordenado por su suegro, desencadenará toda una serie de eventos y encuentros que conducirán inexorablemente a la tragedia.

Lady Macbeth es una película austera, que resulta oscura y sofocante en algunos momentos. En ella, la adaptación de Birch tiene dos focos narrativos: la excelente interpretación de Pugh, cuyo rostro muestra el abandono de las capas de humanidad que su personaje va dejando atrás según avanza la cinta; junto a ella, la fotografía de Ari Wegner, ágil en las escenas de exteriores, mucho más estática y rígida en interiores (las entradas y salidas de plano de los personajes resultan un juego interesante para el espectador). Con estos dos elementos se compensa sobradamente la ausencia de diálogos en muchos tramos de la película, que no se echan en falta gracias a la tensión que subyace en cada escena.

El silencio de los personajes permite, además, reconocer los sonidos del tintineo de la porcelana, el crujir de la madera del dormitorio y contraponerlos al viento y la lluvia de un exterior que simbolizan la independencia y el carácter indómito de la protagonista. Junto a Pugh, destaca Naomi Ackie quien da vida a Anna, la criada que perderá su voz al tiempo que pierde a aquellos a quienes servía. Anna encarna a la mujer subyugada y sumisa, que va empequeñeciendo a medida que Katherine se va despojando de yugos.

Lejos de ser antagonistas, ambas funcionan como las dos caras de una misma moneda, en ese retrato de la posición de la mujer según clase y posición en el sociedad patriarcal en la que viven. También hay intención en el componente racial de la historia, algo que viene siendo históricamente olvidado en las series y películas de época británicas.
En resumen, además de sus virtudes técnicas e interpretativas, la película cuenta con un guion hábil y ágil, que plantea, sin caer reiteraciones o en excesos didácticos o retóricos, una historia dura y la cuenta con buen ritmo. Una buena película, que no atosiga al espectador, pero a quien le da suficiente material para su posterior digestión.

IMMACULADA PILAR COLOM.-

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