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LOS WESTERNS QUE MI PADRE ME ENSEÑÓ
mayo 30, 2022 Articulos

Dicen que nuestra vida es tan solo la suma de nuestros recuerdos. Por esa misma razón, el alzheimer es la peor de la enfermedades. Llegar a las etapas finales de la vida y no recordar haberla vivido, es como no haberla tenido, como estar muerto. Si inevitablemente tiene que llegarme esa parca anterior a la propia parca, solo le pediría que se llevara todo lo que quiera de mí excepto un recuerdo de infancia: Llegar a casa del colegio y sentarme con mi padre a ver un viejo western clásico mientras me como un bocadillo de jamón y queso y me tomo un vaso de leche con Cola Cao.

38 años después, cuando voy a visitarle, sigo encontrándolo, ya sin un Ducados entre los dedos, viendo alguna película del oeste en el pequeño televisor de la cocina y sigo sentándome a su lado, cambiando el Cola Cao por cerveza, retrotrayéndome a tiempos pasados y comentando la maravillosa película que estamos viendo. Sea cual sea, no nos importa, todas nos gustan. Da igual si es triple A o serie B; da igual si aparecen John Wayne, Gary Cooper (su actor preferido), Henry Fonda, James Stewart, Randolph Scott, Joel McCrea o cualquier actor de cuarta fila en una película rodada solo para ocupar espacio en alguna sesión doble; todas tienen historias que contar, historias que nos interesan y que nunca dejarán de interesarnos.

En los tiempos de los viejos televisores de tubo y las cintas de vhs ajadas y rayadas de tanto uso, veíamos las películas con la misma poca calidad y falta de nitidez con la que se siguen viendo ahora que convivimos con la alta definición, el HDR y la eliminación del Motion Blur. Las películas del oeste están condenadas a subsistir en canales de baja definición, donde ni siquiera se respeta el formato de la obra original. Pero eso tampoco nos importa, nunca nos ha importado. Es nuestro momento, nuestro momento padre e hijo. No tengo ni la menor idea de si ese momento es tan importante para él como lo ha sido, y sigue siendo, para mí, jamás se lo he preguntado, jamás se lo preguntaré.

Mi padre no me enseñó a amar el western, aprendí yo solo a amarlo, pero no tengo el menor atisbo de duda de que esas tardes juntos nos han unido más que cualesquiera otros momentos y que esos recuerdos hacen que elija el género por encima de otros. Si eso se puede decir, claro, ya que tengo la firme convicción de que todo el cine es western.

Mi madre, que también aparece en la ecuación, venía (sigue viniendo) y nos decía (sigue diciéndonos): “ya estáis otra vez con las peliculitas de vaqueros”. Porque poco importa (en esta historia nada importa más que la leyenda, Ford dixit) que los personajes sean vaqueros, forajidos, cuatreros, colonos, indios o buscadores de oro, todos son vaqueros y los nombres de los actores se pronuncian fonéticamente. Mi padre, Manolo, sigue pronunciando “Yon Baine” pese a que le he recordado una y mil veces que la W se pronuncia “GU”: “Para (la manera un tanto particular de decir padre en catalán, “pare”, a un señor cordobés con el que su hijo habla en castellano), por esa regla de tres tendrías que decir bisqui y dices wisky”. Sabe como se pronuncia, lo sabe perfectamente, pero ese hombre que siempre llevaba una novela de Marcial Lafuente Estefanía enrollada en el bolsillo trasero del pantalón me contesta con una sonrisa de oreja a oreja: “me da igual, yo le llamo como me da la gana. Y si le llamo, viene”. Sí, mi padre es un fenómeno.

Pese a no pertenecer a la generación de niños que jugaba a pistoleros en el patio de colegio, mientras mis amigos decidían si eran Goku, Vegeta o Gohan (a Krilin nadie le quería, por eso de que siempre moría) antes de lanzarme “Kamehamehas” uno detrás de otro, yo elegía a Billy el Niño, Stretch Dawson, Pat Brenan, O’Meara, Link Jones o Morgan Hickman, desenfundaba mi imaginario Colt 45 y les atravesaba la frente antes de que cargaran su bola de fuego contra mí. Luego venía la discusión de quién había acertado primero en el objetivo, a lo que yo aseveraba con rotundidad: “le he dado al martillo”. Porque en el micro mundo del oeste cinéfilo todos sabemos que quién golpea el martillo de su revólver dispara más rápido que quién aprieta el gatillo y muchísimo más rápido que quién lanza “kames”. El oeste cinematográfico es más mítico que real y a los mitos se les respeta. De ahí no me bajaba en la infancia ni me bajo en la adultez. Finalmente, todos terminamos siendo pistoleros con nombres inventados, a cada cual más esperpéntico, por que todos queríamos ganar. Cuando descubrimos que el modo de caer al suelo tras recibir un disparo podía ser todo un arte, nos convertimos en los especialistas que mueren en cada tiroteo de película, dilatando la agonía hasta el último estertor el máximo tiempo posible.

Una vez, siendo crío, en una comunión, boda o bautizo, no recuerdo, me caí al suelo con el pecho por delante y me rasque pero bien. Cuando me preguntaron qué me había pasado, con los ojos llorosos y conteniendo las lágrimas, me abrí la camisa (sí, camisa, todos tenemos un pasado del que avergonzarnos) como Kirk Douglas encarnando Dempsey Rae (¡qué nombre!) en La pradera sin ley para mostrar “las heridas que me había hecho el alambre de espino”.

Siempre quise ser uno de los protagonistas de esos maravillosos duelos del western clásico (montados por corte y con balas que nunca atravesaban la ropa), hasta que descubrí la película que me cambió la vida: Centauros del Desierto, de John Ford. Sin lugar a dudas, la película de mi vida. Tras la epifanía que fue para mí (podría hablar las horas de vida que me restan solo de ella), decidí que sería cineasta y que si en toda mi carrera conseguía rodar un solo fotograma tan bueno como el del peor plano de esa película me daría por más que satisfecho. Sigo intentándolo, sigo sin un milímetro de celuloide en mi haber, pero no desespero. Esa “Odisea” tejana me hizo darme cuenta de que había un personaje del salvaje oeste que no iba a querer ser nunca, no quería ser Ethan Edwards, no quería ser él por nada del mundo. Estaba demasiado podrido, tenía demasiado dolor dentro.

Fue pasando el tiempo, crecí y descubrí otros westerns que estaban fuera del radio de mi padre. Descubrí el spaghetti western, el chorizo western, el chucrut western, el soja western, el neo western, el southern western…se le pone muchos y variopintos nombres pero son películas del oeste al fin y al cabo. También descubrí que el western no solo eran los duelos y los personajes chulescos cabalgando en verdes praderas o yermos desiertos; había épica y lírica, romance, crítica social, comedia e, incluso, interludios musicales. Por esa razón, para mí es el género de géneros, un lienzo en blanco que puede ser pintado por cualquier mano. Ahora prefiero ser Tom Doniphon o Silencio, prefiero ser el héroe fracasado que pierde a la chica. Es más parecido a la vida real.

Hace unos pocos años mi padre sufrió un ictus. El médico nos dijo que era el tercer ataque que sufría, los dos anteriores pasaron desapercibidos. Con Urgencias a reventar y ningún box libre, su camilla estaba en medio del pasillo. Solo podíamos visitarle de uno en uno. Pensábamos que lo perdíamos para siempre. Cuando pude entrar a verle, le abracé y le dije al oído: “Para, no te puedes morir, todavía nos quedan muchas películas del oeste por ver y todavía tienes que ver mi primera película”. Me miró y sonrió. No sé si sacó fuerzas de donde no las había o no era su momento, pero al día siguiente empezó a encontrarse mucho mejor. No tengo ni la menor idea de si recuerda o no lo que le dije, nunca hemos hablado del tema, hay cosas de las que nunca hablamos. Pero él sigue aquí, ha cumplido su parte del trato y yo pienso cumplir la mía aunque, como Shane, me deje la vida en ello. Todos los guiones que escribo son westerns y todos son para él.

Dicen que el cine del oeste huele a polvo, suciedad y ascuas de hoguera de la noche anterior, para mí huele a bocadillo de jamón y queso, vaso de leche con Cola Cao y a mi padre.

Joder, si huele a mi padre.

MANEL SÁNCHEZ.-

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