En una vida perfecta tocaríamos el cielo con solo imaginarnos. En esa vida incluso podríamos llegar a amarnos. Pero ahora nos conformamos con soñarnos. Conversaciones al teléfono que nunca deseas que terminen, confidencias indiscretas…

¿Se conformarían con no ser más que amantes platónicos? Aquella tarde, entre risas, cine y cervezas de más, ocurrió lo inevitable. Sus ojos se buscaban y no se escondían en la seguridad de una fingida introversión, los dedos de él anhelaban refugiarse en la tibieza de sus cabellos, su aliento, casi tangible, buscaba ese abrazo eterno. Una tromba de agua, como dando su bendición, cayó sobre ellos dándoles la excusa perfecta para resguardarse en casa de ella. Inconscientemente, se deshicieron de las ropas empapadas sin sorprenderse de lo mucho que deseaban mostrarse con la vulnerabilidad de sus cuerpos, desamparados de todo abrigo. El ardor y el deseo llevaron las riendas de ese momento e, irremediablemente, se unieron. Ella le ofrecía sus lugares más recónditos, él los deseaba como el náufrago a la deriva desea tierra firme, sus jadeos llenaban de calidez la habitación mientras se fundían en una amalgama de fluidos, sudores y placer. Él, agotado, descansaba mientras su pecho henchido subía y bajaba con su respiración, y los que jamás imaginabas que contarías, despertarse y acostarse con su imagen en la mente…Poco a poco, la confianza aumentaba entre ambos pidiendo a gritos un inevitable encuentro. Y ella y él, finalmente, se descubrieron cara a cara.ojos de ella relucían en la oscuridad, hundiéndose en su placidez.
Bruscamente, como si pudiera sentir la mirada y lo hubiera alarmado, él se despertó y se marchó con la excusa de perder el último tren de regreso. Ella se sintió tan feliz como culpable de que todo hubiera sucedido de aquel modo tan poco premeditado. Se despidieron con mesura, como arrepintiéndose, aunque ella hubiera deseado un cálido abrazo que la hubiera tranquilizado y no una fría despedida que lo colocara de nuevo a una distancia intransitable.
Semanas más tarde, la inquietud se instalaba en sus entrañas, agitando algo más que sus emociones. Una visita a su ginecóloga le sugirió una prueba tan sencilla como obvia. En la soledad de su baño, observaba las dos rayas que le indicaban que esa soledad pronto concluiría. Con lágrimas en los ojos y haciendo acopio de valor, cogió su teléfono para transmitir esas palabras que solo pueden indicar malas noticias. “Tenemos que hablar”. Cuando se lo dijo, no obtuvo más respuesta que la respiración, esta vez entrecortada, de aquel en quién una vez había confiado. Un clic al fondo de la línea sonó como el canto fúnebre que daba fin a lo que parecía que estuvo lleno de vida.
¿Qué podría hacer, tranquilizarse y aceptar lo evidente, o quitarse la vida y dejar de sufrir por siempre jamás? Decidió salir a la calle e ir a un lugar que la tranquilizase. Cogió el metro cerca de su casa en Barcelona, concretamente en plaza Catalunya. Estuvo un buen rato escuchando a un músico en el vestíbulo. Aquella guitarra se lamentaba acorde a acorde. Era la canción más triste del mundo. Unas gruesas lágrimas le cayeron por las mejillas, sin poderlas reprimir. Cogió el metro hasta Drassanes y luego caminó, deambulando, hasta el puerto dónde tomó el teleférico. La visión del mar debajo de sus pies le dio tanto vértigo como coraje. Las olas rompiendo sobre las rocas. Sólo le quedaba abrir la puertecilla de la cesta del teleférico y dejarse caer. Un salto al vacío que acabaría con todo. Precipitase en vísperas del descanso eterno. Reposar en un lugar infinito, en el que no existiera el dolor físico ni el emocional. Para ello, tenía que reunir valor suficiente…Le despertó el sonido del timbre de la puerta. Todo había sido un sueño…¿o quizás era una premonición de lo que tenía que suceder?
Tras el silencio de aquella llamada, el «ring-ring» de la puerta, la hizo reaccionar y salir, por un instante, de su depresión y de su aislamiento. Era él, en la puerta, con una mirada expectante, vacilante, equipaje en mano que venía a rescatarla del abismo o a hundirla en las profundidades de averno. ¿Cómo se puede pasar del cielo al infierno o de la desesperación a la alegría en sólo un instante? El contacto efusivo con su amado, el perfume de su piel, abrazos negados en su pasado y breve encuentro amoroso, aquel fugaz, aunque mágico instante de sensualidad, que cambió sus vidas para siempre. Sus labios eran uno solo, la pasión y la nostalgia de haberse precipitado de nuevo hizo el resto. Una lágrimas se balancearon por las mejillas de ambos, un cepillo de dientes más en el cuarto de baño. Una cama que nunca más estaría fría ni vacía, promesas de días de dicha compartida y de noches de amor sin fin. Cuentos que podrían convertirse en realidad.
La eternidad en un día, una vida nueva creciendo en una dulce espera. Un ser tan único como demandante arrojándose al mundo, a golpe de llanto desconsolado de madrugada, de pijamas cuyos botones estaban siempre a media apertura, de leche materna goteando por la comisura de los labios del bebé, de su resistencia al sueño y de su rendición al entregarse a brazos de Morfeo tras sentirse protegido en la teta de mamá, la teta como luz, como cobijo y como esperanza de inmortalidad.
Pasaron los días y los meses, la lucha se hacía cada vez más encarnizada, la maternidad como regalo de la Providencia, como azarosa fortuna y, a la vez, como transformación en una nueva persona que no reconocía. Un pálido reflejo en el espejo, una madre ojerosa y sin maquillaje, una bata a medio abrochar, un cabello lleno de enredos, una energía mermada para dar vida y energía a aquella personita que aprendió a sonreír, a mover sus pies y a correr…
A los 8 años la demanda del pequeño crecía, su habitación se había convertido en nido de pesadillas, en refugio fantasmal de miedos inexplicables para tan corta aunque azarosa existencia…
Ella volvía del trabajo, una tarde más, agotada y con ganas de llegar a casa, aunque algo muy fuerte y muy instintivo palpitaba en su interior, un presentimiento de que no iba a ser una tarde cualquiera, sino que algo se iba a desatar, aunque no sabía explicar aquella amarga premonición que había sentido. Al abrigo de la familia y del hogar. Desde el pasillo, apreció la habitación de su hijo entreabierta. Los gimoteos del pequeño se mezclaban con otros sonidos ininteligibles. Se asomó con sigilo, y presenció la escena más abominable que pueda uno imaginar entre padre e hijo, una escena que iba contra la naturaleza. Dio un traspiés hacia atrás y, aguantando la respiración, trató de serenarse y recomponerse. Decidió llamarle a él y mandarle a hacer una compra antes de la cena, sólo para quedarse a solas con su niño.

La cena se tiñó del más sepulcral de los silencios. Extrañamente, el pequeño se durmió más pronto de lo acostumbrado. Ella había cogido unas tijeras de cocina y aguardaban en la mesita de noche. Le comentó que el cansancio había hecho mella en ella y deseaba irse a dormir. Él le acompañó, en silencio, y también cayó rendido enseguida a su lado, tomándole de la mano como cada noche acostumbraban. Ella esperó, cuál ave rapaz acechando a su presa, a que él se dejara abrazar por el más pesado de los sueños. Se le quedó mirando, esperando su momento, aunque no como sucedió antes de hacer el amor por primera vez. Él comenzó a roncar. Ella sacó un pañuelo y se lo ató a la boca, a modo de mordaza. Al sacar las tijeras blandiéndolas cuál puñal, las hendió en sus carnes, una y otra vez, una y otra vez, hasta que la sangre empezó a caer a borbotones, marchando las sábanas y el suelo de la habitación. Sus ropas estaban teñidas del más profundo carmesí. Una sonrisa maquiavélica cubrió su rostro. Por fin, el momento que tanto había anhelado su naturaleza, la criatura que llevaba adormecida durante largo tiempo, luchó por salir y venció. Hincó sus colmillos en el cuello de él, disfrutando a placer. Entonces, levantó la vista con la sangre cayéndole por sus mandíbulas al oír el sonido de unos pequeños pasos que se acercaban, dubitativos. «Bebe, hijo, a partir de ahora saborearás junto a mí el cáliz de la inmortalidad».
Aquel día fue el punto de inflexión hacia una nueva existencia. Tras la muerte de él, apostaron por abandonar la casa y buscar refugio en la oscuridad. Decidieron pasar una nueva vida agazapados en estaciones de metro, acechando cuellos a los que hincar el diente. Enseñando a su pequeño cómo tratar de subsistir y entregarse a aquel nuevo placer. Se convirtió en un ritual cotidiano. Sus preferidas eran aquellas personas que vestían sus días con un hálito de tristeza en el rostro, aquellos quiénes, con sólo mirarles a la cara, se apreciaba que aquel mundo era demasiado para ellos, y que estarían mejor en la eternidad de un limbo. Como el caso de Alma.
ALMA
Alma era taquillera en la estación de metro de Universitat. Su trabajo consistía en ayudar a los pasajeros en la compra de sus títulos de transporte en las máquinas o validar los tickets. Eran tareas sencillas, que no le reportaban estrés, aunque tampoco especial satisfacción.
Sólo cuándo regresaba a casa y en el tocadiscos sonaba La Marcha Turca de Mozart, era el momento crucial en que se desataban todas las emociones del pasado. Alma vivía de recuerdos, de otra vida que estaba tan lejana y truncada, que apenas reconocía haber vivido. De una existencia llena de aplausos y de reconocimientos como concertista de piano alrededor del mundo, arropada por el amor y la dedicación de su mentor. Era un hombre metódico, reflexivo, que siempre había sido su principal apoyo y que le había inculcado, desde bien pequeña, el cariño por los acordes y las escalas. Una vida entregada a la música, con esfuerzo y dedicación plena.
Para las fiestas navideñas, les encantaba llenar la casa de amigos y allegados y deleitarles con su repertorio de piano, mientras los padres de Alma hacían los últimos preparativos y la casa se llenaba de notas musicales y el aire se impregnaba del delicioso olor a escudella y carn d´olla recién hechas. Sin duda, era la mejor época del año. Aquella en la que Alma se sentía rebosante de felicidad y dicha compartida. Todos juntos, amigos y familiares se reunían para degustar el tradicional caldo navideño catalán y después, tras la sobremesa, las múltiples confidencias y la apertura de regalos, terminaban cantando villancicos entorno al piano. La velada terminaba mágica, como había comenzado.
Aunque un día, precisamente poco tiempo antes de que se cumplieran las festividades navideñas y, en en una de los múltiples giras de conciertos, él desapareció. Ella comenzó a llamarle al teléfono y no lo cogía, ni tampoco respondía a sus whatssaps ni mensajes. Alma entró en la más absoluta desesperación al no entender dónde estaba y qué había sucedido y cómo había desaparecido de su vida de aquella manera, sin dar ni siquiera una explicación y sin dejar rastro. Entonces, ella comenzó a marchitarse como una flor, decidió cancelar conciertos y quedarse en casa, sin celebrar la Navidad ni el Año Nuevo, alejada de todo y de todos. Incluso, escuchar las composiciones que él la había enseñado a tocar y a amar le ocasionaban un dolor completamente insoportable, tanto físico como emocional.
Por ello, aún sentía opresión en el pecho cuándo recordaba aquellos momentos y le parecía que nunca se recuperaría del todo. Había vestido sus días de soledad y el único contacto personal que considerable aceptable era con los pasajeros a los que tenía que echar una mano para ayudarles a comprar sus tarjetas de transportes o a cambiárselas, si les daba error en las validaciones. Se sentía útil cuándo ayudaba a unos extranjeros que no entendían cómo funcionaban las máquinas o guiaba a unos abueletes para que pudieran comprar sus bonos de pensionistas. Aunque más allá de ahí, había decidido no tener vida social ni relaciones interpersonales. Desde la desaparición de su mentor no confiaba en nadie.
El encuentro de Alma con ella y su hijo fue de aquellos que cambian la vida para siempre. Hacía días que observaba a esa madre y a su pequeño, escondidos en la penumbra de la estación, y pensaba que se trataba de dos indigentes que se cobijaban en los andenes y las plataformas. Siempre los veía abrazados el uno al otro, durmiendo y le llegaron a producir tanta curiosidad como ternura infinita. Un día, tras el turno de tarde, decidió quedarse a ver si se despertaban en algún momento, pues había tenido menos trabajo del acostumbrado y se había dado cuenta de que llevaban toda la tarde sumidos en el más profundos de los sueños, así que se acercó a ellos y se les quedó mirando a muy poca distancia. Entonces, sin darle tiempo a reaccionar, sintió que un brazo estiraba de ella hasta ponerle el rostro al nivel de su aliento. Nunca había visto una mirada tan inyectada en sangre. Sin dejarle tiempo a reaccionar, notó cómo la madre le retorcía el cuello y sintió un dolor punzante en el mismo, como si se tratara de un mordisco. ¿Un mordisco? Casi se notó desfallecer…O mejor dicho, perdió el mundo bajo sus pies. Cuándo «despertó» de nuevo a la vida, se encontró con la mirada curiosa y la risita nerviosa del niño pegada a su cabeza.
Se levantó y se palpó el cuello. La sangre estaba seca. Ella estaba viva. O no. Porque sentía muchísimo frío, cómo si estuviera en el Polo Norte, sin abrigo alguno. Se miró de arriba a abajo, para percatarse que, efectivamente, llevaba puesta la ropa de trabajo y que seguía en la estación de metro, dónde siempre hacía muchísimo calor. Cómo si le hubiese leído el pensamiento, la madre del pequeño la interpeló. «Estás muy sola y la vida te supera. Lo vi en tus ojos. Bueno, te superaba, porque a partir de ahora vas a aprender a tener algo distinto. Aunque no debes preocuparte, pues nosotros seremos tu familia». Aquellas palabras, lejos de aterrorizarla aún más, al entender la «condición» de aquellos dos seres, apartados de la luz para siempre, le dieron una serenidad inexplicable. Se alzó a la altura de la madre, se miraron, y se fundieron en un abrazo tan sincero que duraría toda una eternidad.
SONIA BARROSO.-