LA CASA DE JACK: A MEDIAS TINTAS

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Lars Von Trier vuelve al cine con La casa de Jack y lo hace como es habitual en él, rodeado de polémica y de espectadores divididos. Por un lado fue recibido entre abucheos y un público que abandonaba la sala en Cannes, mientras que recibía vítores y aplausos en el festival de Sitges. La historia nos narra la vida de Jack (Matt Dillon), un asesino en serie que padece de trastorno obsesivo-compulsivo, y los años en los que este cometió más de 60 asesinatos.

Von Trier aprovecha el guión para, a través del personaje, crear su propio alter ego. Por momentos, parece querer disculparse por las polémicas pasadas, especialmente la que provocó que fuese vetado durante un tiempo del festival de Cannes, para acto seguido regodearse en su propia controversia y retirar la “disculpa”. No termina de decidir si quiere hacer una comedia negra donde brilla –ojo al momento en el que Jack se ve obligado a arrastrar un cadáver con su furgoneta, sencillamente magnífico-, o si por el contrario quiere destacar por dar que hablar, como demuestra su forma de tratar a los personajes femeninos, todos ellos en la película son tremendamente ingenuos e inocentes, además de ser muy inferiores intelectualmente hablando al protagonista. Y lo que es peor, Von Trier demuestra querer dejarlo claro y que sea algo que destaque al hacer que uno de sus personajes lo comente.

En el apartado de la dirección encontramos todos los tics que se pueden esperar del director danés. Hay momentos, en los que se centra en sacar el mayor rendimiento a su guión, y aquí la película es muy buena, y otros pasajes en los que uno piensa que con otro director la película ganaría enteros, alguien no tan ansioso por generar debate y más centrado en contar la historia, para muestra el momento onanista, aplaudido por muchos y odiado por otros, de Von Trier usando su propia filmografía en el largometraje. Pero también un cambio de director traería consigo algo completamente diferente a lo que tenemos en la pantalla en todos los sentidos, y no por ello, necesariamente mejor.

En el apartado interpretativo, la película encuentra en su protagonista su punto más fuerte, Matt Dillon está sencillamente extraordinario en su retrato de un psicópata, resulta incomprensible la ausencia del actor en la temporada de premios, salvo que el tipo de película resulte demasiado incómoda para ciertos sectores y ello haya jugado en su contra. El resto de actores son secundarios con muy pocos minutos en pantalla como para que su trabajo llegue a pesar, aunque cabe destacar a una Uma Thurman que se deleita en su personaje y a una Riley Keough en una interpretación sobresaliente.

Otro punto a destacar del largometraje es la fotografía que corre a cargo de Manuel Alberto Claro, quien se encuentra especialmente inspirado en las recreaciones de las obras de arte y las escenas más oníricas, donde vuelve a relucir la película, su clímax influenciado por La Divina comedia, de Dante Alighieri es para quitarse el sombrero.

En conclusión, estamos ante un largometraje que navega entre dos aguas, por un lado una comedia negra –negrísima- y sumamente divertida, por el otro un camino por el que busca desesperadamente la polémica y termina perdiéndose, y perdiendo todo lo que ha ido recogiendo por el otro. Depende del espectador escoger cuál prefiere recordar.

JOSU DEL HIERRO.-

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